El despertar (Historias Encadenadas)
Julia no recordaba cómo había llegado hasta allí. Se incorporó debilitada y confundida de entre unos matorrales más altos que ella, que apenas le permitían ver y distinguir en qué lugar se encontraba.
Un sinfín de pensamientos y preguntas la invadieron de pronto; incluso la de si aquel mundo era el suyo, o si, sencillamente, había perdido la razón por pensar algo así.
De pronto, un sonido extraño captó su atención…
Miró a su alrededor, su ropa eran harapos llenos de jirones, su mente no recordaba nada, eso la asustó hasta que ese ruido la trajo al presente.
Un molino, sus aspas le eran conocidas, tal vez era la dueña de aquel molino, en ese momento una ráfaga de aire, la hizo despertar de su letargo, comenzaba a recordar el porqué de su estado lamentable en aquel lugar y esas aspas dando vueltas en su cabeza.
Sí, aquel molino le pertenecía, mejor dicho pertenecía a su familia, pero ¿dónde estaban ellos? el lugar parecía extrañamente abandonado y si se detenía a observar el entorno, no se oía nada, ni siquiera el canto de los pájaros. ¿Qué estaba sucediendo?
Recordó aquella excursión cuando niña. En ella contaron muchas leyendas y una de ellas era sobre el silencio de los pájaros en ciertos lugares. Solían decir que cuando las aves callan es para no molestar a quien ora, lee o escribe. Curiosamente todas estas acciones son una invitación al despertar de los sentidos. En verdad estaba sintiendo ese despertar en ella misma viéndose de una manera nada usual. Sueño o realidad, el silencio seguía reinando ese lugar.
Comenzó a caminar, el silencio comenzaba a pesar sobre sus hombros, creía que en aquel molino obtendría respuestas. De repente un crujido rompió el silencio —¿es posible? —se preguntaba.
Alguien la observaba.
Julia se detuvo en seco. Su respiración se volvió más lenta, aguda, como si su cuerpo entendiera antes que su mente el peligro latente. El crujido volvió a sonar, esta vez más cerca, detrás de unos troncos caídos. Con los pies temblorosos, se acercó al molino. La madera vieja crujía bajo su peso. El edificio, aunque deteriorado, mantenía cierta nobleza, como si resistiera con dignidad el paso del tiempo.
Empujó la puerta. El interior estaba oscuro, pero no vacío. Una figura encorvada frente a la chimenea se irguió lentamente. Julia contuvo el aliento.
—¿Quién eres? —preguntó, su voz casi un susurro.
La figura se giró. Era una mujer mayor, con el rostro surcado por arrugas, pero con unos ojos intensamente vivos.
—Has vuelto —dijo la anciana—. Lo hiciste, como estaba escrito.
Julia dio un paso atrás. ¿Escrito? ¿Dónde? ¿Por quién?
—No recuerdas todavía, pero lo harás. Todo lo que perdiste está aquí —añadió, tocándose la sien—. Y también allá —señaló al molino.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Julia. Afuera, el viento cesó. Y por primera vez, un pájaro cantó en la distancia. El silencio, al parecer, también tenía fin.
Julia sintió el peso de aquellas palabras en su pecho, como si una llave invisible hubiera girado dentro de ella. No recordaba lo que la anciana decía, pero algo en su interior respondía a sus afirmaciones con un eco lejano.
El interior estaba bañado en una luz tenue, filtrada por las rendijas de las viejas tablas. En un rincón, un baúl cubierto de polvo aguardaba como un guardián silencioso. Julia avanzó, sintiendo que sus pasos resonaban en el aire suspendido.
Cuando sus manos tocaron la madera fría, un destello cruzó su mente: risas en el viento, un aroma familiar, el roce de unas manos queridas. Los recuerdos emergían como olas, trayendo consigo una verdad que aún no alcanzaba a comprender.
Detrás de ella, la anciana sonrió con una mezcla de tristeza y esperanza.
—Estás cerca —susurró—. Abre el baúl, Julia. La historia te espera.
Con una mezcla de temor y al mismo tiempo curiosidad, Julia abrió el baúl lentamente y ante ella encontró varios libros llenos de polvo, álbumes familiares con fotografías que parecían querer hacerle recordar. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue un gramófono y algunos discos junto a él.
Julia y la anciana se sentaron juntas en la sala, rodeadas de álbumes de música que habían resistido el paso del tiempo. La anciana, con manos temblorosas, pero llenas de sabiduría, sacó un vinilo y lo colocó en el gramófono. La aguja descendió con delicadeza, y pronto, una melodía antigua llenó el aire, trayendo consigo una oleada de recuerdos.
Julia cerró los ojos. Las notas le devolvieron imágenes de su infancia, tardes soleadas junto a su abuela, risas que resonaban en esa misma casa. Pero esta vez, la canción parecía decirle algo más. Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando comprendió el mensaje oculto en la letra. Era como si el destino le estuviera susurrando que era hora de seguir adelante, de dejar el pasado en su lugar y abrirse a nuevos caminos.
La anciana, con una sonrisa cómplice, observó a Julia. “A veces, solo necesitamos escuchar con el alma”, dijo. Julia asintió, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, su rumbo estaba claro.
El molino seguía teniendo su función, aunque ya pareciera un anacronismo en esta época. Y en más de un sentido, era una conexión con el pasado.
Era un lugar de resistencia contra la fugacidad del tiempo, no sólo por existir, también por ser un lugar para guardar recuerdos, en esas fotografías, en discos de vinilo, en diarios.
-Veo que lo comprendiste -sonrió la anciana- Y hay algo más.
Juliana, ese era el nombre de la anciana, tomó las manos de Julia y las llevó a tocar las paredes del lugar. Al tocar las paredes, vio imágenes, escuchó sonidos, percibió escenas del pasado, que ella no había presenciado.
Al apartarse, esas visiones persistían memoria. Era su herencia, más importante que el dinero familiar, incluso que el molino. Ahora le tocaba vivir sus propias experiencias, crear nuevos recuerdos, que alguien más heredaría, cuando llegara el momento
Historias Encadenadas, El Despertar