EL ESPEJO
Ese viaje fue muy extraño, la muerte del pasajero del vagón de al lado me inquieto de sobremanera. Era el padre Adams, el cura de la pequeña iglesia de mi pueblo.
—¿Y quién pudo haber sido? —preguntó el señor Montesinos El párroco, como muchos sabían, era un hombre callado; se podía sentir su carácter en los sermones de cada domingo, en la misa de las doce. Gozaba de buen estado de salud. Durante la semana anterior, ocurrió que el ama de llaves del párroco había estado hasta tarde para terminar de planchar; ella lavaba para él. Mientras estaba planchando, lo escuchó bajar las escaleras; se detuvo para ponerse las botas, que estaban al pie de la escalera, donde siempre las dejaba, y luego pasó por la sala de estar donde ella seguía con sus quehaceres. Esta era la única manera de ir desde la escalera hacia el exterior de la casa. Ninguno de los dos dijo palabra alguna, el párroco no era un hombre de mucho hablar. El padre Adams, salió y cerró la puerta tras de sí. Ella no prestó mayor atención, pensando que habría salido para fumar su pipa o caminar un rato por la noche. Nada más oír la puerta cerrar se oyó un ruido estridente, era el espejo que cayó al suelo del impacto del cierre. El ama de llaves se echó las manos a la cabeza, se santiguó encomendándose al Señor. Pues era un mal presagio, ella misma había observado años anteriores que un espejo roto no presagiaba nada bueno. Al día siguiente el párroco tenía un viaje en tren, pues iba a ver al señor obispo, al salir el ama de llaves le aviso que tuviera cuidado, él no hizo el menor caso. Horas más tarde, el señor cura yacía muerto en el vagón, no había señales de violencia, solo un rasguño en su rostro, como un corte de cristal. Superstición o coincidencia, la autopsia no aclaro nada, han pasado años y en el pueblo se sigue pensando que aquel espejo roto fue la causa de su muerte.